domingo, 22 de marzo de 2009

Cliente frecuente


¿Te resulta injusto y discriminatorio el trato de cliente frecuente? ¿Así te pareció en esta ocasión? ¿Recuerdas cuando hurgabas mi agenda en la imprenta y leíste tu nombre y en pequeño, pero realzado en rojo, el epíteto: cliente frecuente? Te enfurruñabas como un gato y te lanzaste a la garganta en cada oportunidad. No sé, ¿qué esperabas que escribiera?

Te escribo ya no como cliente, ni frecuente, sino como tu marchante, como tu gober precioso y tu héroe, chingao, desde esta gran plaza vallada de montañas, humores pestilentes, soles resplandecientes, ruidos y vómitos insolentes que nos separan. Por un instante quise olvidar que tú también haz estado aquí, en MexicoCity, que le conoces y desconoces por propios méritos. La ciudad que expulsa y desteta a sus hijos, la que los estrella contra el pavimento envueltos en su rebozo nacional, madre sustituta y llorona a la que nunca te acoplaste pero que no puedes dejar porque siempre te sigue a todos lados. Por eso quizás estés viviendo tan cerca de esta metrópolis de tantos contrastes y paradójicamente tan lejos, en el último bastión del antiguo régimen político del PRI.

Hay cosas que no se ven pero se sienten, a la ciudad ya nadie la puede contener, está desbordada. Todos son atraídos aquí como bambys de ojos deslumbrados en la noche por los faros de un camión. La ciudad se ha vuelto mágica y peligrosa como la fe, como un crucero. Su estandarte es el sol in victo que choca en el pavimento, que se ofrece a sí mismo holocaustos cuyo humo invade los pulmones, irritan la garganta y forma nubes de ácido insospechadas. No es ciudad, es catedral, es el culto revivido al sol: Sed quoniam iam matutinus, sol tectis arrisit, surgamus.

No sé si la vida nos regala momentos de felicidad, de todos modos la manutención de tal bien es dolorosa y costosísima como la peda, es caminar hacia atrás. Es el mono peludo que miró su reflejo en el agua en el principio del mundo. Es la zanahoria inalcanzable que nos hace arrastrar el gran molino de nuestras vidas.

¿Recuerdas tu viaje a los Estados Unidos? Fue por una invitación, un VTP, un viaje todo pagado a un congreso de fármacos. Los fármacos siempre nos elevan por el cielo y nos hacen perder el piso. Tú, una simple y modesta recepcionista que se elevaba por las nubes y al cenit mismo del clímax orgásmico, con un vuelo en la bolsa y un noviazgo formal en puertas. El único noviazgo que pregonabas sin pudor haber tenido. Tan formal, transparente y democrático te resultó que, cuando te hizo conocer sus buenas intensiones, también adjuntó la fotografía de su ex con la imagen de un ultrasonido y te dijo: —Voy a ser papá. Y mi hijo salió aquí con la manita así—, e hizo la “v” de la victoria.


Dices que ese instante de sinceridad y responsabilidad paterna fue lo que te arrojó a sus brazos. Yo digo que uno sólo puede amar las causas perdidas. Ese día dijiste que fue el día más feliz de tu vida. Te encontraste en las nubes pletórica y trinitaria amando a la madre, al padre y al hijo. Y para coronar tu tarea didáctica del día y ante la posibilidad de otras interpretaciones quirománticas, enmarcaste la imagen en un cuadro y lo llevaste contigo al viaje. La historia de ese cuadro la desconozco pero al regresar argüirías su perdida.

Tiempo después de tu viaje, cuando hojeaba mi agenda, donde se inscribía tu nombre, después de cliente frecuente”, había una flecha, y con grandes letras, todo en tinta roja, se leía: ¿Cliente frecuente? Tu madre pendejo, tu madre.